Sarita (cuento), de Laura Melero

Lo encontré en la casa de campo de la abuela. Fue la semana pasada, dos días después del almuerzo de Navidad. Revolviendo las cosas viejas acumuladas en el galpón para ver si encontraba algo interesante, me di un susto que me hizo dar un brinco para atrás y de milagro no me caí y ensucié el vestido rosa que estaba estrenando. Apenas contuve un grito cuando descubrí que unos ojos negros, negrísimos, como las bolitas de vidrio que tiene Pancho, mi hermano, me miraban fijamente.
Al principio me acerqué con temor porque no sabía lo que era, pero luego él salió por debajo de unas sogas y lo reconocí. Nunca había visto un puerco espín personalmente. Sin embargo, me acordé de que la maestra una vez nos mostró una estampa en  clase y explicó que era un animalito… ¿cómo fue la palabra que dijo? Inofensivo, eso dijo. Y amigable. Así que ahí mismo perdí el miedo. Lo dejé chuparme los dedos de los pies y mordisquear las tiras de las sandalias, aunque me dieran cosquillas y como escalofríos en el cuerpo. Se ve que él tenía sed, porque me sacó toda la transpiración y me dejó los dedos sequitos y tirantes.
Lo alcé y lo metí en mi mochila con cuidado. No quería que se rompiera ni que le pasara algo. Qué raro que no pinchaba.
Ya Pancho me llamaba a los gritos porque era hora de volver a la ciudad. No quería decirle a nadie, y a él menos, que es un lengua larga. Yo sola lo había descubierto y era mío. Me lo tenía que llevar a escondidas. Seguro que mamá, si le preguntaba, me iba a decir que no, como siempre: Ningún bicho en la casa. Ni se te ocurra, Sarita. Después de la novedad, ustedes se aburren y yo tengo que ocuparme del animal, decía cada vez que pasábamos por la veterinaria. Y yo, que al principio pedía un perro, un gato o un conejo, iba bajando mis pretensiones y me hubiera conformado con un hámster, un pez, un pajarito o lo que fuera.
Llevaba la mochila bien apretada y no la quería soltar por nada del mundo. Por suerte, mi puerco espín se quedó quietito todo el viaje, y ni siquiera Pancho que anda molestándome siempre en el auto sospechó. Y mi papá, tampoco, porque cuando maneja se concentra mucho en la ruta. En cuanto a mi mamá, en los viajes ella está charla que te charla para que mi papá no se duerma y no se ocupa de nosotros, los niños. Salvo cuando en la peleas nos vamos a las manos, y ahí cobramos los dos por igual. Esta vez, yo no hice nada para provocar a mi hermano, y él se durmió enseguida. Qué alivio. Así pude proteger a mi hijito. Sí, porque yo me sentía como su mamá.
Cuando llegamos, me fui enseguida a mi habitación. Tenía planes para mi bebé. Busqué un lugar apropiado y decidí ponerlo encima de la repisa, al lado de los peluches. Para que no se moviera, le embadurné las patas con plastilina rosada, una nueva sin usar. Estaba perfecta, blanda y suavecita, y lo fijé bien al estante. Después empecé a adornarlo. Le fui colocando, de mi caja de armar collares, arandelas de todos los colores en cada una de sus púas. En las más finitas, unos canutillos morados que me prestó Moni, la hija del diariero. Llevó su tiempo, por supuesto, y tenía que dejarlo chuparme las manos de a ratitos porque se fastidiaba. Así se distraía y se quedaba quieto. Eso sirvió para que se comiera también el resto de la plastilina pegada a mis dedos. Era muy divertido. Qué risa me daba.
Estaba quedando precioso, lo puedo asegurar, a pesar de que lo veía un poco nervioso. Debía ser que extrañaba el galpón de la abuela.
Me faltaba el último detalle para completar el atuendo. Le rocié escarcha dorada en su hociquito rosado y húmedo antes de irme a cenar, y le hubiese sacado una foto si hubiera tenido teléfono, de esos modernos de ahora que tienen cámara. Pero no tengo, porque papá y mamá dicen que soy muy chica, y a Pancho, que sí tiene, ni loca le pido el favor.

Y ahora viene la parte triste que yo no entendí y que me hizo llorar. Cuando volví de la cena y me acerqué a contemplarlo, mi hijito estaba muy quieto, duro como una estatua. Igual tenía los ojos negros vidriosos; y se veía espléndido con su cuerpo lleno de adornos y con la escarcha que se le había salido y formaba senderos de oro alrededor de sus patitas rosadas.
Como un rey… Pero claro, ya no era lo mismo.


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