La piscina, de Laura Melero

Por lo general, no me agradan las aglomeraciones. Soy por naturaleza un hombre tímido y solitario. De todas maneras, hoy es un día caluroso y me dieron ganas de acercarme al club y disfrutar de la última innovación de este verano: una piscina saludable, llena con agua de mar. Estaba seguro, tratándose de un día lunes, que no habría casi nadie.
Efectivamente, llegué y conseguí una reposera vacía sin problemas. La ubiqué de manera que me diera el sol de forma pareja y me recosté medio sentado medio acostado.
En la piscina, una chica de unos treinta años nadaba en estilo crol. Salió un momento del agua, y la pude detallar minuciosamente. Usaba un bikini mínimo, color plata metalizada, de esos modernos de colaless, y que resaltaba un bronceado parejo muy agradable. La verdad, dicho sea de paso, con un cuerpo trabajado, atlético. Se sacudió el pelo como un perrito y me dirigió una sonrisa amistosa. Yo se la devolví con duda porque no sabía si me estaba dirigida o si el destinatario era otro. Parece que sí: era a mí.
    ¿A quién más, si estamos solos en esta área, estúpido?, pensé.
La chica se volvió a zambullir. Ahora nadaba en estilo pecho, muy armonioso. Y sin cansarse, como si nada. Llegó al extremo de la piscina, me miró otra vez y, sin quitarme la vista de encima, se desprendió el corpiño del bikini y lo arrojó hacia afuera. Luego, me sonrió, y esta vez de una forma pícara que sugería, sin lugar a confusión, una invitación tácita. Enseguida, se largó a nadar nuevamente hasta el centro de la piscina, y quedamos de frente. Ella se sumergió de cabeza y apareció de nuevo, con la panty de la bikini en la mano y me la arrojó en la cara con excelente puntería y marcadas intenciones.
A esas alturas, siendo el receptor de ese claro mensaje, por más solitario y tímido que yo fuera, tenía que actuar. Así que me levanté de la reposera, respiré profundo, tensé los pectorales, entré el estómago y caminé hacia ella lentamente, moviendo los brazos para disimular la erección creciente e indiscreta, y mirando al suelo para que no se me notaran los nervios.
Cuando estaba por llegar al borde, me detuve. La chica ya se acercaba, y yo di media vuelta ante su estupor y el desvanecimiento de su sonrisa. Me acordé de que no sé nadar. Y aunque la tentación fuera grande, decidí que tardes como esa podrían repetirse en el futuro. Con la misma chica o con otra cualquiera; qué más daba. Pero después de que me inscribiese en clases de natación.