El zombie - Ebert Wentinck

Estaba ahí.
La pareja, los dos sabían que estaba ahí, que debían enterrarlo, aunque no se pudriera. Que dejara de condicionar su relación, como hoy lo hacía. 
El zombie estaba en el baúl de los zombies, con su piel apergaminada, maloliente, que cambiaba del gris claro a un rojo sangrante como corazón arrancado del pecho en sacrificio inca.
Estaba ahí, construido con silencios, malentendidos, sobreentendidos, ninguneos de toda clase.
Ellos lo fueron nutriendo con vasos sanguíneos de neoplasia espiritual.
Lo alimentaron con discordias, egoísmos, pequeñas miserias, envidias.
Aunque era Navidad, olvidaron que los dos eran prójimos del prójimo. Y tuvieron un nuevo integrante, cuando cobró vida el zombie.
Al principio no parecía tan peligroso. Después se convirtió en sanguinario, carnívoro, voraz.
El zombie arbitró esa relación. A veces, de parte de uno; a veces, del otro.
No hubo paz, solo armisticio.
A veces lograban dormirlo por un tiempo. Pero él estaba ahí, latente.
Cuando despertaba furioso, contenía lo peor de cada uno. Y lo volcaba. ¿O lo volcaban?
Cada vez costaba más dormirlo.
Tal vez no "querían" dormirlo.
Tal vez todo lo que les quedaba de aquel inicio del camino, era el zombie.
Sin decirse nada, se habían acostumbrado al silencio, esa vez llevaron el baúl al campo, allí lo enterrarían.
Sabían los dos que no se pudriría, ni siquiera moriría. Tal vez hibernaría hasta que decidiesen de común acuerdo exhumarlo.
Cavilando con la pala en la mano, mirando al pasto para no verse, ellos esperaban. ¿Qué esperaban?
Levantaron la vista. Y, a lo lejos, una figura querida, que hacía tiempo se había ido, se movía hacia ellos.
La bondad resplandeciente de ese rostro, su mirada comprensiva, sabia, conocedora de otros zombies, los empapó de esperanza. Él vio a su madre, más joven; ella, a quién sabía quien.
La figura pasó cerca, siempre mirándolos, bendiciéndolos.
Cuando los sobrepasó, siguió su camino con la cabeza girada, sonriéndoles. Después volvió la vista, se fue.

Abrieron el baúl.
Eso ya no estaba ahí: sólo quedaban cenizas negruzcas.
Las tiraron al aire, se esparcieron.
Pudieron mirarse a los ojos, sonrieron
Volvieron a casa.



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