Cuento de Laura Melero
#historiasdeanimales
Estaba en el bosque, muy tranquilo debajo de unas hojas, cuando llegó una familia de tres. Se pusieron a recoger hongos silvestres, y yo mimetizado en tono beige-marrón fui a parar a una canasta con ellos. Este instinto mío de mudar de color para pasar desapercibido a veces me juega en contra.
Después a los hongos y a mí nos metieron en el baúl de un auto, junto con los bártulos del picnic. Y nos fuimos. El traqueteo del viaje interminable hasta que llegamos a la casa me irritó las escamas. Pero gracias a Dios mi ánimo estaba por las nubes. La aventura y el cambio de paisaje me generaban adrenalina, y eso a mi esencia pachorrienta le venía muy bien.
El padre y el hijo bajaron los bolsos y demás enseres, mientras la madre con la canasta en mano daba indicaciones.
Ella, ya en la cocina, decidió poner los hongos en la heladera. Dicen que los reptiles tenemos una gran resistencia al frío. No lo voy a desmentir. Pero yo al rato estaba tiritando. Así que empecé a buscar abrigo por ahí, y me deslicé hacia la bandeja de las verduras donde había una bolsa con lechugas de un verde que no me cuesta nada lograr, y me metí para ver si entraba un poco en calor.
Estaba pensando en cómo salir de ese invierno. Y en eso, la puerta se abre, la luz se enciende, y la madre, como la mayoría de las personas, se pone a observar estúpidamente hacia adentro. “Ojalá que se disponga a hacer una ensalada”, deseé. Efectivamente: sacó la bolsa y la colocó en el mesón, y salió de la cocina a la sala porque algo que estaban pasando en la televisión la distrajo.
Aproveché esa oportunidad, ya se conoce mi extrema lentitud de movimiento, para salir de mi escondite, descender por un gabinete hasta el piso y meterme en un desorden de juguetes desparramados por el living. Seleccioné un camión con acoplado de un rojo brillante que me dio alguna dificultad componer. Los colores estridentes no se me dan bien; pero con intención, lo logré. A esas alturas ya estaba muerto de hambre, y con mi visión de 360° escaneando el ambiente no percibí ningún movimiento de insecto o presa alguna que pudiera ingerir.
Algo le debieron de decir al niño, ya que apareció y empezó a recoger con fastidio sus cachivaches y los llevó todos a su habitación, donde los tiró sin cuidado a un rincón, digamos que sólo cambió el piso del living por el de su cuarto. Sin embargo, puso el camión con acoplado rojo en una mesa, al lado de una jaula. La abrió y, al retirar de ella una pareja de roedores, la dejó sin cerrar.
En su interior quedaron tres crías recién nacidas, y a mí se me hizo agua la boca. Sin necesidad de moverme, lancé mi lengua veloz de punta pegajosa, las arrastré fuera de la jaula y me las tragué una detrás de otra en un santiamén.
Estaba haciendo la digestión aletargado, ya con mi color original, y distendido por un lujurioso sopor, cuando vi al hijo transfigurado, en medio de lágrimas copiosas, moviendo la boca y señalándome.
Los padres llegaron enseguida, con unos gestos y expresiones más o menos del mismo tenor. De lo que hablaban, ni idea, ya se sabe que soy falto de oídos. Lo que me funciona a mí muy bien es la vista. No estoy seguro, pero creo que no les agradó que me comiera a la prole.
Quién entiende a los mamíferos, siempre esclavos de los afectos, de las emociones, buscando un ambiente de contención y de cariño. A diferencia de nosotros, los reptiles, que somos solitarios e independientes.
Tanto drama por una nimiedad. Por unos ratones minúsculos, sordos, ciegos, mudos y lampiños. En fin…
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