Lo dijo Aristóteles hace dos mil trescientos años: si la narración va mal, el resultado es la decadencia.
La mala narrativa se ve obligada a sustiruir la naturaleza con trucos. En el afan de llenar páginas, muchas veces sucede que el
autor primerizo —sin experiencia— olvida lo fundamental: olvida que
está contando una historia. Y que se la cuenta a alguien, y que ese
alguien debe interesarse en ella.
Recordemos
que el lector tiene la última palabra. Es él quien decide si sigue
leyendo o cierra el libro, se calza las zapatillas y sale a correr por el
parque.
Últimamente
me he enfrentado a historias endebles, con personajes histriónicos,
grotescos. Personajes vacíos que apenas alcanzan a esbozar una
pseudohistoria, donde suceden cosas porque sí, donde hay situaciones que
no se acoplan al argumento que se está narrando, y quedan como cabos
sueltos distrayendo al lector sin ningún objetivo concreto.
Tengamos
en cuenta por qué vale la pena corregir un libro antes de llevarlo a la
imprenta o al editor: los escritores capaces de narrar una historia de
calidad tienen un amplio mercado.