Por lo
general, no me agradan las aglomeraciones. Soy por naturaleza un hombre tímido
y solitario. De todas maneras, hoy es un día caluroso y me dieron ganas de
acercarme al club y disfrutar de la última innovación de este verano: una piscina
saludable, llena con agua de mar. Estaba seguro, tratándose de un día lunes,
que no habría casi nadie.
Efectivamente,
llegué y conseguí una reposera vacía sin problemas. La ubiqué de manera que me
diera el sol de forma pareja y me recosté medio sentado medio acostado.
En la
piscina, una chica de unos treinta años nadaba en estilo crol. Salió un momento
del agua, y la pude detallar minuciosamente. Usaba un bikini mínimo, color
plata metalizada, de esos modernos de colaless,
y que resaltaba un bronceado parejo muy agradable. La verdad, dicho sea de
paso, con un cuerpo trabajado, atlético. Se sacudió el pelo como un perrito y
me dirigió una sonrisa amistosa. Yo se la devolví con duda porque no sabía si me
estaba dirigida o si el destinatario era otro. Parece que sí: era a mí.
¿A quién más,
si estamos solos en esta área, estúpido?, pensé.
La chica se
volvió a zambullir. Ahora nadaba en estilo pecho, muy armonioso. Y sin
cansarse, como si nada. Llegó al extremo de la piscina, me miró otra vez y, sin
quitarme la vista de encima, se desprendió el corpiño del bikini y lo arrojó
hacia afuera. Luego, me sonrió, y esta vez de una forma pícara que sugería, sin
lugar a confusión, una invitación tácita. Enseguida, se largó a nadar
nuevamente hasta el centro de la piscina, y quedamos de frente. Ella se
sumergió de cabeza y apareció de nuevo, con la panty de la bikini en la mano y
me la arrojó en la cara con excelente puntería y marcadas intenciones.
A esas alturas,
siendo el receptor de ese claro mensaje, por más solitario y tímido que yo
fuera, tenía que actuar. Así que me levanté de la reposera, respiré profundo, tensé
los pectorales, entré el estómago y caminé hacia ella lentamente, moviendo los
brazos para disimular la erección creciente e indiscreta, y mirando al suelo
para que no se me notaran los nervios.
Cuando
estaba por llegar al borde, me detuve. La chica ya se acercaba, y yo di media
vuelta ante su estupor y el desvanecimiento de su sonrisa. Me acordé de que no
sé nadar. Y aunque la tentación fuera grande, decidí que tardes como esa
podrían repetirse en el futuro. Con la misma chica o con otra cualquiera; qué
más daba. Pero después de que me inscribiese en clases de natación.