Lo
encontré en la casa de campo de la abuela. Fue la semana pasada, dos días
después del almuerzo de Navidad. Revolviendo las cosas viejas acumuladas en el
galpón para ver si encontraba algo interesante, me di un susto que me hizo dar
un brinco para atrás y de milagro no me caí y ensucié el vestido rosa que
estaba estrenando. Apenas contuve un grito cuando descubrí que unos ojos
negros, negrísimos, como las bolitas de vidrio que tiene Pancho, mi hermano, me
miraban fijamente.
Al
principio me acerqué con temor porque no sabía lo que era, pero luego él salió
por debajo de unas sogas y lo reconocí. Nunca había visto un puerco espín
personalmente. Sin embargo, me acordé de que la maestra una vez nos mostró una
estampa en clase y explicó que era un animalito… ¿cómo fue la
palabra que dijo? Inofensivo, eso dijo. Y amigable. Así que ahí mismo perdí el
miedo. Lo dejé chuparme los dedos de los pies y mordisquear las tiras de las
sandalias, aunque me dieran cosquillas y como escalofríos en el cuerpo. Se ve
que él tenía sed, porque me sacó toda la transpiración y me dejó los dedos
sequitos y tirantes.
Lo alcé y
lo metí en mi mochila con cuidado. No quería que se rompiera ni que le pasara
algo. Qué raro que no pinchaba.
Ya Pancho
me llamaba a los gritos porque era hora de volver a la ciudad. No quería
decirle a nadie, y a él menos, que es un lengua larga. Yo sola lo había
descubierto y era mío. Me lo tenía que llevar a escondidas. Seguro que mamá, si
le preguntaba, me iba a decir que no, como siempre: Ningún bicho en la casa. Ni
se te ocurra, Sarita. Después de la novedad, ustedes se aburren y yo tengo que
ocuparme del animal, decía cada vez que pasábamos por la veterinaria. Y yo, que
al principio pedía un perro, un gato o un conejo, iba bajando mis pretensiones
y me hubiera conformado con un hámster, un pez, un pajarito o lo que fuera.
Llevaba
la mochila bien apretada y no la quería soltar por nada del mundo. Por suerte,
mi puerco espín se quedó quietito todo el viaje, y ni siquiera Pancho que anda
molestándome siempre en el auto sospechó. Y mi papá, tampoco, porque cuando
maneja se concentra mucho en la ruta. En cuanto a mi mamá, en los viajes ella
está charla que te charla para que mi papá no se duerma y no se ocupa de
nosotros, los niños. Salvo cuando en la peleas nos vamos a las manos, y ahí
cobramos los dos por igual. Esta vez, yo no hice nada para provocar a mi
hermano, y él se durmió enseguida. Qué alivio. Así pude proteger a mi hijito.
Sí, porque yo me sentía como su mamá.
Cuando
llegamos, me fui enseguida a mi habitación. Tenía planes para mi bebé. Busqué
un lugar apropiado y decidí ponerlo encima de la repisa, al lado de los
peluches. Para que no se moviera, le embadurné las patas con plastilina rosada,
una nueva sin usar. Estaba perfecta, blanda y suavecita, y lo fijé bien al
estante. Después empecé a adornarlo. Le fui colocando, de mi caja de armar
collares, arandelas de todos los colores en cada una de sus púas. En las más
finitas, unos canutillos morados que me prestó Moni, la hija del diariero.
Llevó su tiempo, por supuesto, y tenía que dejarlo chuparme las manos de a
ratitos porque se fastidiaba. Así se distraía y se quedaba quieto. Eso sirvió
para que se comiera también el resto de la plastilina pegada a mis dedos. Era
muy divertido. Qué risa me daba.
Estaba
quedando precioso, lo puedo asegurar, a pesar de que lo veía un poco nervioso.
Debía ser que extrañaba el galpón de la abuela.
Me
faltaba el último detalle para completar el atuendo. Le rocié escarcha dorada
en su hociquito rosado y húmedo antes de irme a cenar, y le hubiese sacado una
foto si hubiera tenido teléfono, de esos modernos de ahora que tienen cámara.
Pero no tengo, porque papá y mamá dicen que soy muy chica, y a Pancho, que sí
tiene, ni loca le pido el favor.
Y ahora
viene la parte triste que yo no entendí y que me hizo llorar. Cuando volví de
la cena y me acerqué a contemplarlo, mi hijito estaba muy quieto, duro como una
estatua. Igual tenía los ojos negros vidriosos; y se veía espléndido con su
cuerpo lleno de adornos y con la escarcha que se le había salido y formaba
senderos de oro alrededor de sus patitas rosadas.
Como un
rey… Pero claro, ya no era lo mismo.
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